24 marzo, 2009

Tomando como principio básico de toda mi declaración que la posición que me ha sido asignada en esta habitación implica un interrogatorio por parte del Alto Consejo, procedo a informar al mismo. El cuasidelito insinuado en los documentos que presiento haber leído en mi breve paso por los corredores ubicados en la zona de tránsito del mercado central es de ignoración cercada en la medida en que pueda llamarse de esta manera a la oración transaccional de vegetales de estación, el suceso hacía referencia a Doña Elvira del Transito, especialista en remandibular a pulgos cuyos dientes han sido profanados y solo pueden valerse azurando vertigos prematuros de látigo (ignorando completamente su invalía y por ende solo provocando heridas en su propia piel). Es posible afirmar con certeza que estos pulgos son reales y no pertenecen a ese famoso capricho familiar del que tanto se murmura en las rondas baicas septentrionales; sin embargo, nadie puede afirmar haber visto alguno jamás, ni siquiera doña Elvira, puesto que estos pulgos no son, según palabras de ella misma, en absoluto reales.

Antes de proseguir, debo hacer notar – sin pudor ni miedo a ser acusado de oportunista bufarron- que la luz de la sala se encuentra no del todo encendida, lo que puede significar, apegándose cautelosamente al reglamento blanco sobre iluminación en azulejos y alfarería de salon procesal, articulos 4 y 109 del apartado VI, una “desorbitada actitud de bufarronería” demostrando en su hilado gran sentido de la oportunidad al evidentemente notar que la posición cervical y conjunta de mis manos, sien y botas coincide con el punto exacto en el que confluyen la tapa del mingitorio, la mano del Señor Juez y el vértice que conecta una sala con la otra; como si esto fuera poco, es evidente que desde esta posición el sonido de mi voz no puede alcanzar el oído de ningun magistrado con orejas, relegando mi declaración al circuito cerrado de datos entrópicos retroalimentado de pasillos y pasajes, sin otro fin que el mismo circuito cerrado, el mismo cuerpo en el que me estoy convirtiendo al hablar. Puesto que en esta sala solo hay magistrados, o eso supongo, solicito formalmente que se me desate de pies, manos y cabeza, para así conseguir, por si hace falta aclarar que no se trata de un mero capricho, que estas extremidades de mi cuerpo queden desatadas. En absoluto es mi intención interrumpir el almuerzo del Señor Juez o de alguno de sus colegas; si así fuera, Señor Juez, ruego se me sancione con la suma en billetes necesaria para adquirir en la tienda más cercana una porción de su emplatado preferido.


Debe ser hora de la cena, nadie me esta escuchando. Con qué se puede contar en un momento así. El hecho de estar físicamente atrofiado hace que, sin intentarlo siquiera, el único camino aparente sea hilvanar vagos recuerdos táctiles, inutiles cuando una soga que poco se asemeja al terciopelo me amordaza las pestañas. Ese olor a perejil asado que inunda la habitación no me deja pensar. Pero quizas se trate entonces del bocadillo de media mañana y mi declaración entera no haya ocurrido sino durante la noche, mientras todos descansaban; quizas todos los detalles que me he visto obligado a inventar con el fluir de mi discurso solo hayan sido parte de una ficción sin sentido de la orientación, y en unos segundos deba volver a figurarmelos reinventando su posición relativa al asunto de mayor importancia.



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